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La fundación de la compañía de Jesús por Íñigo de Loyola tras una crisis espiritual acaecida durante el asedio de Pamplona por parte de los franceses.
GÉNERO: Religión,Política
El capitán de Loyola (José Díaz Morales, 1949)
Pareciera que El capitán de Loyola va a seguir la senda de los melodramas históricos de Juan de Orduña para Cifesa. Todo parece indicarlo así: época, ambientación, diálogos grandilocuentes e, incluso, la impostación declamatoria de Maruchi Fresno en el papel de doña Juana la loca, calcada de la de Aurora Bautista en Locura de amor (1948). Las escenas del asedio de Pamplona -resueltas en exteriores y con ambición épica- y la conducción de Íñigo de Loyola, herido, hasta su casa -en plano subjetivo- auguran ya una salida de la falsilla. Pero a partir de la lectura de unas "Vidas de Santos" durante su convalecencia, la vida de Íñigo de Loyola pega un giro tal que el de Saulo de Tarso camino de Damasco y el guión olvida cualquier convención dramática, descarrila y avanza a campo abierto sin freno ni guía. Disciplinas sangrientas y penitencias de un masoquismo tan delirante como gozoso conducen al nuevo Igancio de Loyola (Rafael Durán) a la fundación de la Compañía de Jesús.
Atrás queda la subtrama con la que se iniciaba la película, el encuentro con la infanta de España (la muy hermosa Rosa María Salgado) y un amor imposible sublimado cuando ella se le aparece con los rasgos de la mismísima Virgen María. Allá se fueron las hazañas caballerescas inspiradas en la lectura febril del Amadís de Gaula que proporcionaban perfiles quijotescos al personaje en los primeros compases. Apenas queda la redención tardía de su amigo y rival, el pecador Beltrán (Manuel Luna), cuya conversión -tan absurda y dramáticamente injustificada como la del propio Íñigo- sirve de macguffin al tramo final de la cinta de José Díaz Morales. Todavía, antes de la escena final, en un momento tan insospechado como anticlimático, un publirreportaje ilustra el trabajo contemporáneo de los jesuitas, en un intento de establecer algo tardíamente cierto paralelismo con el cine de Cruzada.
José María Pemán, que había estrenado el drama en verso El divino impaciente en 1933- vuelve a visitar en este guión personajes y situaciones que ya había tocado en su obra de fervor antirrepublicano.