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A un humilde camarero le toca una quiniela y los clientes de la cafetería deciden aprovecharse de él.
El ceniciento (Juan Lladó, 1955)
El ceniciento narra la historia de Felipe (Gila), un apocado y fantasioso camarero de la cafetería Michigan de Barcelona cuyo exiguo sueldo se va en los descuentos que el jefe le hace por comerse las gambas. Una pandilla que se reúne en la cafetería le hace objeto de sus burlas, sobre todo Ricardo (Armando Moreno), un tarambana que se ha ennoviado con Clara (María Martín), chica de buena familia. La otra mujer en la vida de Felipe es Rosa (Marujita Díaz), una muchacha pobre que se dedica a la venta ambulante de periódicos y que lo ama en secreto. Decidido a declarar a toda costa su amor a Clara, Felipe le pide a un cliente habitual que le rellene una quiniela, cosa que don Ernesto hace con todo aplomo. Contra todo pronóstico la quiniela resulta premiada y Felipe tiene que aprender que el dinero no da la felicidad.
Al fin y al cabo, un cuento de buenos y malos. Porque en El ceniciento se deja muy claro –maniqueamente claro– quiénes son unos y quiénes otros. Los humildes, los desposeídos, los pobrecitos, son por ello mismo buenos. Tan buenos que parecen tontos, según reza el dicho popular. En la escala social hay gente como don Estanislao, el dueño de la cafetería que enseguida comprende que cada uno es quien es según tiene. Don Ernesto, el cliente que ha acertado en la quiniela hasta los partidos suspendidos, cambia de condición en un pispás: “¡Vaya con Felipe! Con lo bestia que es... Bueno, que era, porque ahora es un perfecto caballero”.