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Dos hombres se refugian en un caserío asturiano después de disparar contra un guardia civil.
GÉNERO: Acción
El ladrido (Pedro Lazaga, 1977)
Con El ladrido Lazaga vuelve al territorio de Cuerda de presos (1955). No sólo al territorio geográfico, puesto que la historia discurre en Asturias, sino al genérico, adaptando los modos del western a una temática genuinamente española. Por el camino, ésta se vacía de contenido. La novela de Óscar Muñiz que el propio Lazaga adapta presenta a dos miembros del maquis, que intentan salir de España tres cometer un atraco en una fábrica y matar a un miembro de las fuerzas del orden en su huida. Aquí, salvo por la frialdad con que uno de ellos dispara contra un número de la Guardia Civil y su interés en pasar a Francia, la situación opera en el vacío, ajena a un contexto político que en 1978 resulta totalmente obsoleto.
El western, el noir e, incluso, ese tipo de ficciones criminales rurales que en Francia se llevaron repetidamente a la pantalla con el título de L'Auberge rouge, sirven de patrón a la historia de estos dos fugitivos (Manuel Tejada y Juan Luis Galiardo) que buscan refugio en un caserío aislado en el que trabajan como aparceros un calzonazos (Antonio Ferrandis) y una mujer ambiciosa, una lady Macbeth de andar por casa (Lina Canalejas). Para descompensar el frágil equilibrio sustentado primero sobre las amenazas y luego sobre el dinero, el matrimonio tiene una hija (María Luisa San José) que es un ángel de lascivia.
Frente a las composiciones plásticas de Cuerda de presos, que buscan integrar las figuras en el paisaje, El ladrido muestra el estilo manierista del último Lazaga. Las panorámicas, los zooms, los travellings y los cambios enfáticos de foco se combinan en un contínuum en el que el espacio termina disolviéndose en un subrayado constante de detalles que adquieren valor significante o lo pierden a tenor del movimiento adelante y atrás de la manivela del objetivo de focal variable. En consecuencia, el montaje se reduce a una serie de cortes netos en los que predomina, antes que cualquier raccord de movimiento o miradas, el fluir de los encuadres en los que nada permanece estable.