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Acosado por un trauma infantil, un hombre se ve empujado a acostarse con sus secretarias.
El paranoico (Francisco Ariza, 1975)
En los cinco primeros minutos de El paranoico Francisco Ariza expone lo que a otros les llevaría hora y media justificar y desarrollar. No es economía narrativa ni un sentido magistral de la elipsis, sino la realizar la exposición lo más rápidamente posible. Los títulos de crédito se superponen a imágenes de París y al protagonista conduciendo, todo ello acompañado por una melodía de acordeón tópicamente francesa. Sin más preámbulos, la acción arranca en la consulta del psiquiatra que le pide a bocajarro y en su primera vista que le cuente algún hecho relevante de su infancia. Un salto atrás en el tiempo -subrayado por un no menos tópico flou y narrado por la voz del protagonista- sirve para mostrar cómo asistió, a la edad de tres años, al asesinato de una mujer por parte de su padre cuando ella le pide que abandone a su familia. De vuelta en el presente, resulta que este problema no es el que le atormenta, sino el sentido de culpa porque su mujer ha quedado inválida a consecuencia de un accidente y ahora no puede mantener relaciones sexuales. El consejo del psiquiatra no puede ser más lógico: debe contratar a una secretaria privada que satisfaga sus apetencias lúbricas. Pero aún faltan dos piezas más en el rompecabezas: él tiene una secretaria –a la que nunca veremos- que debe encargarse de poner un anuncio para encontrar a la secretaria privada; y se acuesta con la propietaria del restaurante en el que come a diario y la golpea cuando menciona a su familia. Cuatro son las candidatas seleccionadas y con las cuatro se repetirá un esquema sin variaciones, lo que convierte a la película en una especie de absurdo bucle sin fin. Todas son mujeres desenvueltas, sin compromisos familiares que aceptan su invitación a comer en el restaurante, donde reciben el beneplácito de la propietaria. Luego, trabajo fuera de horario y una visita a unos terrenos que pretende comprar y donde la tensión sexual se hace patente. Ellas sienten una atracción irresistible por él, que las invita a posar en un taller de escultor. Tras unas horas de modelado, el escultor y la modelo –empresario y secretaria- hacen el amor. Entonces la mujer hace un comentario sobre la esposa legítima, él se ciega y la asesina brutalmente. Se deshace del cadáver y pide a su secretaria que llame a la siguiente candidata. El final se precipita cuando se ha alcanzado el metraje conveniente. Ni siquiera la sorpresa final alcanza el clima de grand guignol que precisaría para resultar mínimamente eficaz.