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Una pareja de policías de la brigada de homicidios con caracteres bastante dispares se enfrenta a la tarea de detener a un asesino en serie durante la visita del papa Benedicto a Madrid.
GÉNERO: Intriga
Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogyen, 2016)
La irrupción de las cadenas de televisión en la producción de largometrajes de ficción ha creado una falsa sensación de solvencia industrial al cine español. Presupuestos razonables, factura brillante, plataforma para el reconocimiento público de magníficos intérpretes y la apuesta por el género son algunas de las características distintivas de los nuevos productos. Es en el último punto en el que nos vamos a centrar...
Los dispositivos genéricos han servido desde los primeros tiempos a la fidelización de públicos, tanto o más que el star system. En España los géneros han revestido tradicionalmente características propias. Y así, la comedia ha sido alternativamente grotesca, costumbrista, esperpéntica, negra, astracanesca e, incluso, sencillamente berlanguiana. Y el policial se ha centrado en exaltar a las fuerzas del orden, en explotar la delincuencia quinqui o en desentrañar los entresijos de la Transición en clave noir. En el nuevo marco de producción, sometidos a plantillas de producción estándar, los géneros se globalizan: la comedia deviene "comedia romántica" con tendencia al almibaramiento y el policial, "thriller" a secas.
Sujetos a conflictos personales sólo ligeramente más enjundiosos que los de sus homólogos estadounidenses, los protagonistas de los actuales thrillers españoles se enfrentan a psycho killers, colaboran con forenses que parecen salidos de CSI, luchan contra los cárteles internacionales de la droga... Eso sí, siempre hay un factor identitario que los ancla a nuestra realidad: la Expo '92 de Sevilla en Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012), el trapicheo en el Estrecho de Gibraltar en El niño (Daniel Monzón, 2014), la Transición en las marismas del Guadalquivir en La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), Andalucía en Toro (Kike Maíllo, 2016), la España profunda en Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016) o la visita del papa Benedicto a Madrid coincidiendo con el auge del movimiento 15-M en Que Dios nos perdone.
Salvo honrosas excepciones -precisamente las cintas que tienden a la abstracción- estas coordenadas espacio-temporales sólo sirven de decorado llamativo al asunto que se dirime en la pantalla. Ni la reliegión católica es la auténtica razón de ser de un psicópata tan traumatizado como los dos policías que le persiguen ni la visita del papa tiene otra razón de ser que proporcionar una excusa narrativa al silenciamiento oficial de los crímenes y violaciones de ancianas que se están produciendo en el centro de Madrid. Más allá de las excelentes interpretaciones de Roberto Álamo y Antonio de la Torre, lo que busca la película es una mímesis del género al modo estadounidense en la que el público se reconozca. Analizar los aciertos o fallos de guión es concederle un valor cardinal que no tiene. Los componentes convencionales toman el lugar de la estructura dramática. El espectador conoce las reglas y se convierte en cómplice del mecanismo narrativo. Los intérpretes ofician como médiums. El relato se nos escurre entre los dedos.