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Para vengarse del cacique del pueblo, María y sus tres hermanas deciden abrir un club de alterne en la localidad. Pero las cosas no funcionan como esperaban.
GÉNERO: Música
La cera virgen (José María Forqué, 1972)
Lo que diferencia a La cera virgen de otras películas dirigidas y producidas por Forqué en esta etapa es la presencia de Carmen Sevilla al frente del reparto. En un periodo de su filmografía dominado por Analía Gadé, el protagonismo de la cantante confiere al proyecto un perfil musical que, a decir del propio director, permitió que las ensoñaciones eróticas de don Florencio Grijalba (José Luis López Vázquez) pasaran el filtro censor.
El tal Grijalba, cacique en un poblachón manchego, vive obsesionado con el día en que trajeron desmayada a su casa la pobre María (Carmen Sevilla), desvanecida durante una procesión de Semana Santa. Hombre fuertemente reprimido, ha empleado a las tres hermanas de la chica (Maribel Martín, Eva Sanders y Eva León) en sus empresas y en el servicio doméstico de su propia casa. Pero ninguna es capaz de sustituir al objeto de su deseo, una María que se ha visto obligada a abandonar el pueblo y a ponerse a trabajar en un bar de alterne madrileño con el sobrenombre de Wanda.
El despido de las otras tres hermanas hace concebir a María un plan para vengarse. Pondrán un club en el propio pueblo y así demostrarán la hipocresía de sus habitantes. Sin embargo, las cosas no funcionan como esperaban. Será el propio don Florencio quien las ponga sobre la pista del verdadero negocio: una cerería. Con ésta tapadera religiosa los hombres del pueblo no tienen problema en acercarse al local y disfrutar de la compañía de las chicas que, eso sí, son castísimas y sólo piensan en casarse.
Cuando don Florencio le confiese a María la índole de su obsesión, el hecho de que sólo pueda poseerla estando dormida, ella encontrará por fin el modo de poner en evidencia la hipocresía del cacique ante su familia y ante todo el pueblo. Retoma así la idea nuclear y la resolución de El monumento, cinta concebida también con Rafael Azcona dos años antes. Sin embargo, falta aquí la coherencia dramática de aquélla. El guión –cosa rara en Azcona- resulta derivativo hasta encontrar su centro de gravedad y los números musicales compuestos por Adolfo Waitzman y coreografiados por Sandra Le Brocq terminan resultando un lastre estilístico de difícil encaje en un conjunto en el que el erotismo rural –simbólicos melones y desplumado de gallinas- tiene, al menos, cierta gracia.
La obsesión por las parafilias fuera probablemente el motivo por el que los censores dejaran pasar, en cambio, la escena más subversiva del conjunto, la del paso de Semana Santa con una Carmen Sevilla desmayada y vestida en doncella en el puesto de la Virgen, dos bailarines negros con grandes cirios, unos costaleros ataviados de cuero negro y chicas en top y liguero con látigos de nueve colas a modo de penitentes.
La fotografía de Manuel Berenguer, con predominio de grandes angulares deformantes, subraya el cariz grotesco de la historia, que es una adaptación libre, aunque inconfesa, de la novela de Eugenio Noel, Las siete Cucas.