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La tragedia de Romeo y Julieta parece reencarnar en Rafael y Juana, dos jóvenes gitanos del Somorrostro barcelonés. Pero sus respectivas familias, los Tarantos y los Zorongos se oponen a su unión.
GÉNERO: Música,Drama
Los Tarantos (Francisco Rovira Beleta, 1963)
Un año después del estreno del drama de Alfredo Mañas, Rovira-Beleta escribe y dirige una adaptación para la pantalla de La historia de los Tarantos.
A diferencia de lo sucedía con el drama de Mañas, en el film de Rovira-Beleta existe una clara voluntad de hablar de una realidad concreta: la de los gitanos que a principios de los sesenta vivían en las barcelonesas barriadas de Somorrostro y Montjuic. Se pretende, incluso -como advierte el cineasta en una nota que encabeza su guión- que el relato evite, en la medida de lo posible, todos esos tópicos que menudean en esas otras ficciones que tienen como protagonista a la raza gitana. “Dado el carácter de documental fidedigno gitano de la película –que será interpretada por gitanos auténticos y rodada en los ambientes donde realmente estos se desenvuelven- faltan en el guión hechos de picaresca gitana, como los robos de gallinas, ventas con fraude, timos populares, distintas prácticas de la mendicidad o el hurto, etc.”
A la hora de la verdad, esta noble pretensión etnográfica de la que habla Rovira-Beleta en la nota, no irá mucho más allá de la filmación (con cámara nerviosa y prurito documental) en las calles y suburbios de una Barcelona inusitadamente hostil; de la inclusión de un reparto mayoritariamente gitano, en el que sobresale un torbellino llamado Carmen Amaya que presta su “duende” a la matriarca del clan de los Tarantos (sintomáticamente, en la representación teatral de la obra de Mañas la actriz protagonista no pertenecía a la etnia gitana); y, por último, del rigor etnomusicológico con el que serán reproducidos ante la cámara esos bailes de los gitanos que, a la manera del musical, van a ir salpicando el relato.
Bien mirado, el film de Rovira tiene mucho más que ver con una interesante corriente de cine negro barcelonés, cuyos primeros ejemplos datan de principios de la década de los cincuenta, que con esa supuesta vocación documentalista que el cineasta defiende en el prólogo. Buena parte de la fuerza de Los Tarantos (que no es poca) procede de esa mezcla de ambientes y personajes reales con una serie de convenciones genéricas (las del musical, pero, sobre todo, las del noir) que andando el tiempo acabaría convirtiéndose en la seña distintiva de un cierto thriller norteamericano. Remite también al género, aunque esta vez en su variante clásica, la progresivamente oscurecida fotografía de Massimo Dallamano; la inteligente gestión del fuera de campo en las secuencias de violencia; y, sobre todo, la precisión y el ritmo de un relato al que le bastan 80 minutos para ponernos al corriente de las devastadoras consecuencias que sobre los hijos tienen las pasiones inútiles de los padres.
A diferencia, también, de lo que había sucedido con motivo del estreno de la obra de teatro, la despistada crítica cinematográfica española de principios de los sesenta será incapaz de apreciar los muchos valores del film de Rovira-Beleta. Condicionados, en unos casos, por el regusto folclórico de la cinta y, en otros, por el evidente trasfondo comercial de la operación (un nueva versión étnica de Romeo y Julieta, justo después del éxito cosechado por West Side Story), la mayoría de los críticos será incapaz de valorar en su justa medida un film que tiene además la desventaja añadida de no entroncar con ninguna de las corrientes (comprometidas) que la crítica española defendía con entusiasmo a principios de los sesenta.