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María Morena (José María Forqué y Pedro Lazaga, 1951)
María Morena abre con aires de western. O, al menos, de proto-western hispano. Estamos en pleno siglo XIX. Una sombra lunar, con capa y sombrero de ala ancha, se proyecta contra una pared encalada. Podría ser la de Douglas Fairbanks o Tyrone Power disfrazados de justiciero californiano. Una mano gira la manija de un portón y nos deja paso franco a una taberna. Se juega una partida de cartas. Fernando, apodado “El Sevillano” (Francisco Rabal), apuesta fuerte aunque se le ve inseguro. Cristóbal (Rafael Luis Calvo) va a abandonar, pero el misterioso recién llegado le obliga a seguir en la mesa con un apretón en el hombro. “El Sevillano” apuesta un reloj de leontina, viejo recuerdo familiar. Un tal Luján gana la partida. Fernando le acusa de hacer trampas. El tabernero (Luis Induni) lo contiene. Finalmente, paga su deuda y se marcha: es Nochebuena y en su casa lo espera su hijito. Al poco aparecen allí los del pueblo. Han asesinado y robado a Luján al salir de la taberna. El niño trae en su inocente manecita la prueba acusadora: la leontina. Era lo único que esperaba la turba para sacar a “El Sevillano” al patio y coserlo a navajazos. Luego, queman la casa. La venganza del pueblo se ha consumado.
Para la transición desde el prólogo a la época en que tendrá lugar la venganza del hijo de “El Sevillano” se recurre, como en Estrella de Sierra Morena, al pliego de cordel en el que el lugar del crimen se denomina ya la “Casa Negra”. La historia, por mor de la transmisión popular, se ha convertido en mito. Tanto, que la gente del propio pueblo duda de su existencia, en un birlibirloque argumental bastante inverosímil habiendo transcurrido sólo veinte años desde la fatídica noche. Pero la llegada de Fernando (José María Mompín), el hijo de “El Sevillano”, abre la herida no cicatrizada: “Estas paredes quemadas me están esperando desde hace muchos años”. La película se instala así en la tragedia, con un deseo de venganza por parte de Fernando que, simbólicamente, quiere consumar en Nochebuena. Sus recuerdos infantiles son una pesadilla. Fernando pide ayuda a María Morena (Paquita Rico): es la única que se ha atrevido a subir hasta allí. Ella puede enterarse de la verdad de lo ocurrido y aclarar el misterio de la leontina que condenó a su padre. Porque los objetos tienen gran importancia a lo largo de toda la trama: le reloj, el medallón de la mujer de “El Sevillano” que Juan Montoya (Félix de Pomés) guarda celosamente, la sortija que brillaba en la oscuridad la noche del asesinato y por la que se descubre al asesino, la herradura que Cristóbal le regala a María Morena porque “ya es una mujer”, los zarcillos perdidos de ésta...
La escena del pregón sirve de presentación a María Morena, una Paquita Rico tan gitana pizpireta como suele. El pregón de los peroles que vende sirve de excusa a la primera canción de las muchas que interpreta a lo largo de la película. Mediado el metraje, una escena en la venta, da lugar a un curioso doble monólogo típico de la españolada. Al principio de la secuencia una niña baila en una mesa acompañada por las palmas, las guitarras y los jaleos de los asistentes. Don Chirle (Alfonso Muñoz) le pide entonces a María Morena que cante algo y ella propone el garrotín del “Avilipinti”. Aunque los guitarristas y los palmeros que acompañaban a la niña siguen en escena fingiendo un playback, el acompañamiento musical es totalmente orquestal. Al aire teatral del número contribuye también la presencia de un tipo cómico con levita y movimientos de marioneta que primero da palmas en la mesa y más adelante se incorpora a la coreografía como bailarín excéntrico. La disonancia entre el registro pretendidamente “puro” de la copla inicial y este número cómico-musical funciona a la contra. El preámbulo no sirve para legitimar el garrotín sino que éste revela la impostación de aquél.
Otro tanto sucede con los villancicos flamencos con los que arranca el tercer acto. Una vez más una solución formal —la presencia de un belén viviente en el que dos niños posan como José y María— subraya el carácter de puesta en escena del conjunto. La disposición del coro masculino y femenino, la segmentación de los versos del villancico, nos trasladan al escenario de una ópera flamenca. Los números musicales aquí podrían ayudar a crear cierto clima de suspense —se ha anunciado repetidamente que Fernando planea ejecutar su venganza en Nochebuena— pero retardan la acción innecesariamente, aplazando el encuentro inevitable sin parafrasearlo.
La resolución del misterio y la detención del villano juegan una vez más con el doble registro escénico. En el decorado de las cuevas, con la cámara en un ángulo bajo que enfatiza la distancia entre las dos figuras, María Morena avanza hacia la cancela y abandona la escena con gesto trágico. Fernando sale tras ella. Ahora, en un exterior natural, los dos avanzan hacia la cámara. Un coro de voces angélicas es, según María, el canto de los pastores al Niño Dios que nació para el perdón de todos, lo que rubrica tomándolo de la mano y es el plano de las manos unidas el que sirve de sutura para el plano final, en el que la pareja se aleja hacia el horizonte bañada por la tibia luz del atardecer.