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Un bailarín de fama internacional recién regresado al Sacromonte pretende seducir a Candelas, casada con el jefe de la tribu.
El amor brujo (Antonio Román, 1949)
Con una diferencia de sendas décadas, entre 1915 y 1935 Manuel de Falla y Gregorio Martínez Sierra estrenan tres versiones de El amor brujo marcadas por la presencia de Pastora Imperio al frente del reparto del “bailable-lírico-pantomimesco”, la de Antonia Merce “La Argentina” como protagonista del ballet y la sustitución de Vicente Escudero por Miguel de Molina en la estrenada en el Madrid de la República. La adaptación cinematográfica de Antonio Román busca la filiación con estos materiales de origen incorporando a Pastora Imperio en un papel de reparto y poniéndose bajo la advocación de Manuel de Falla —fallecido en el exilio argentino en 1946—, al que hace comparecer como una sombra en los primeros compases de la cinta. En puestos claves del equipo figuran el compositor Ernesto Halffter, discípulo de Falla, el figurinista Vitín Cortezo, el coreógrafo del Liceo barcelonés Juan Magriñá, el operador Enrique Guerner y varios miembros del ballet de Pilar López, hermana de “La Argentinita”, notable bailarina también exiliada y cuyo trabajo estuvo íntimamente ligado a la obra de Federico García Lorca. Se trata, por tanto, de una operación ambiciosa que se sitúa en el centro de un debate muy presente en los medios y que atañe directamente a la exportabilidad del cine español: el denominado como “españolada digna”. De ahí que el personaje de Carmelo (Manolo Vargas) sea ahora un triunfador en la escena internacional que regresa al Sacromonte y que la seducción de Candelas (Ana Esmeralda) tenga lugar durante la representación para turistas de una boda gitana. Se explicita de este modo el carácter espectacular (y especular) de la adaptación.
Román busca, como hemos visto, vincularse a los movimientos de renovación escénica y musical irradiados desde París, Madrid y Granada desde la década de los veinte al golpe militar del 1936. Y, sin embargo, el resultado no satisface a casi nadie. A los censores, porque el argumento se desenvuelve en torno a una relación adúltera; al director, que quisiera haberla rodado en color; a los melómanos, porque la partitura de Falla se concentra en los últimos minutos de metraje; al público en general, porque le interesan bien poco las operaciones de reivindicación cultural y preferirían haber visto en el papel principal a Carmen Amaya o a Lola Flores; y a los críticos, que no encuentran ni el ballet puro ni la tragedia gitana desaforada, sino un mixto alicorto de ambos tratamientos.