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Las diferentes visiones del mundo de dos hermanas colisionan cuando la más conservadora abandone el hogar conyugal.
GÉNERO: Drama
Olvida los tambores (Rafael Gil, 1975)
El despiste de Rafael Gil a la altura de 1975 es evidente, así que opta por una baza segura: la adaptación del primer intento dramático de Ana Diosdado, que ha tenído un gran éxito en los escenarios durante la temporada 1970-1971. Se acercaba entonces la joven autora a la instaisfacción juvenil, a los nuevos modelos de conviencia y al choque que estos producían con el convencionalismo. A partir de un guión elaborado por la propia Diosdado —que conserva íntegras las tres o cuatro escenas esenciales de la historia y multiplica localizaciones y personajes accesorios— y con la única presencia de Jaime Blanch procedente del elenco escénico, Gil encara su propio acercamiento al asunto, el de un hombre profundamente religioso que ha pasado ya la sesentena y cuyos asideros están en el prestigio previo de título. Y así, se embarca en la presentación individual de cada uno de los personajes, incluso en los de nueva creación y recorrido efímero en la trama argumental, en una maniobra de una torpeza admisible en la guionista debutante pero nunca en el veterano y riguroso director que es Gil. También soliviantó a quienes habían visto la comedia en los escenarios, la radical alteración del final, con apenas cambiar el nombre del personaje en la llamada teléfónica que sirve para la caída del telón. Otra llamada, que en la película se produce a los viente minutos de iniciado el metraje, pone en marcha el drama: Pilar (Cristina Galbó), la hermana “conservadora” de la iconoclasta Alicia (Maribel Martí) acaba de llegar a Madrid, escapada de un matrimonio fracasado con el convencionalísimo Lorenzo (Jaime Blanch). Al mismo tiempo, Nacho (Carlos Ballesteros) es un productor musical dispuesto a comprar el alma del anticonvencional Tony (Tony Isbert), pareja de Alicia, y de su compañero de aventuras musicales (Julián Mateos), un personaje-símbolo al que se confía la moraleja del relato. Esta componente musical, que podría haber resultado atractiva con un planteamiento más coherente, queda confiada a Juan Carlos Calderón que se diría empeñado en remedar a Osibisa: los títulos de crédito a ritmo de un discotequero “Dies irae” constituyen un comentario tanto editorial como irónico por parte de Gil sobre una juventud que si ya en 1970 podía resultar ajena a la realidad contracultural de la pacata España, en 1975 constituye una suerte de universo paralelo.