El reino (2018)

El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018)

Más allá de paralelismos con la situacción política actual, más allá de la filigrana para soslayar en todo momento la ideología del partido en cuyas entrañas habita la corrupción, más allá, por tanto, de la lectura en clave, la principal virtud de la película de Sorogoyen es pegarse como una lapa al personaje que interpreta Antonio de la Torre.

Manuel López Vidal es un alto cargo en la organización del partido en una comunidad autónoma también innominada. Tiene una mujer y una hija (Mónica López y María de Nati) que disfrutan de un alto nivel de vida gracias a las trapisondas de su marido y padre. Es el elegido por el barón (José María Pou) como sucesor, dado que él está gravemente enfermo y le queda poco tiempo de vida. Manitiene una estrecha relación con el responsable de sacar de España el dinero de las comisiones ilegales (Luis Zahera) y celebra fiestas en un yate con el tesorero (Andrés Lima), en cuyos cuadernos están anotados los trapicheos del partido en la comunidad durante los últimos veinticinco años. Cuando desde el propio partido filtren a los medios su caso, las agendas se convertirán en el macguffin en el que Manuel cifra su salvación. La presentación de las mismas en un programa de televisión en directo supondría la venganza contra quiénes le hanm dejado caer y han intentado asesinarle, pero la periodista que lo entrevista (Bárbara Lennie), vieja amiga suya, se sale del guión pactado.

El resultado es un thriller vigoroso, un poco en la línea de Goodfellas (Uno de los nuestros, Martin Scorsese, 1990), cuyo único lastre es precisamente su ambigüedad a la hora de enfrentarse a la realidad. que le sirve de excusa argumental. El empeño de la periodista en que el político corrupto se enfrente a su responsabilidad individual -como marido, padre, ciudadano...- termina desactivando dramáticamente la culpa colectiva de unas organizaciones con comportamientos mafiosos. Como dice el abogado (Paco Eevilla) que ayuda a Manuel, cuando todos los estamentos, empresas e instituciones están en el ajo, lo que peligra es el propio Estado, y ni Sorogoyen, ni sus productores ni, probablemente, los espectadores, están dispuestos a asumir las consecuencias. Manuel López Vidal es, finalmente, el chivo expiatorio, no de un partido, ni siquiera de un sistema, sino de nuestro propio vértigo ante el vacío.