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Un hombre, contrario a todas las normas que rigen en el pueblo, sube al monte, donde se encuentra con una mujer a punto de parir.
GÉNERO: Drama,Marginación
Tirarse al monte (Alfonso Ungría, 1971)
Parece como si después del encierro que supuso El hombre oculto (1971), Ungría hubiera decidido hacer todo lo contrario. Su segunda película se desarrolla íntegramente en exteriores, aunque los personajes sigan viviendo en la reclusión y la marginalidad. En un paisaje tan agreste que resulta abstracto, una serie de personajes escapan de la sociedad y de los dos representantes del orden que deambulan por allí. Claro, que estos dos tipos -cruce de pareja de la benemérita sin tricornio y guardias forestales- incuban un huevo de basilisco, animal mitológico con forma de reptil de mirada letal y aliento venenoso. Y que la criatura que nace maldita por la mujer que da a luz (Yelena Samarina) se convierte inmediatamente en un adulto (José Renovales) aquejado por un vértigo metafísico. Por suerte, hay allí un labrador filósofo (Luis Ciges), que escribe con signos en las rocas. También una mujer entregada sin más al disfrute de la vida (Julieta Serrano). Y un barquero borracho (André Mejuto) que cruza el lago a algún viajero despistado que no sabe que no va a ninguna parte. Y un homosexual (José Vidal) que lleva siempre a su alrededor, como mariposas, los insultos de las gentes de orden…
Algunos llevan su marginación hasta el extremo: el barquero fabrica un aparato volador y se arroja con él al vacío. Otros, aceptan la integración: el homosexual termina alistándose en la Legión. Otros, en fin, asumen como propia la lógica del capitalismo: la mujer en celo permanente se prostituye en la capital chuleada por el joven y ambos convencen a los habitantes del pueblo para que vayan a la ciudad a consumir y a ser explotados sin miramientos, mientras que ellos regresan al pueblo, dueños absolutos de un lugar deshabitado.
Ungría se muestra inmisericorde con el espectador. Las escenas carecen de progresión y la causalidad brilla por su ausencia. Por momentos, se entrega a la pura celebración performativa, como si ante una representación del Living Theatre nos encontráramos. El resultado es una suerte de comedia bárbara valleinclanesca influida por el Glauber Rocha de Cabezas cortadas (1970), película que el brasileño había rodado en España un año antes también con producción de Profilmes.