Los ojos perdidos (1966)

Los ojos perdidos (Rafael García Serrano, 1966)

Con ser nacido en Navarra, cuna del tradicionalismo, García Serrano fue falangista de primera hora, fundador del SEU y escuadrista, hecho que reflejó en su primera novela, Eugenio o la consagración de la primavera. Le siguió La fiel infantería, recreación poliédrica de los primeros días de la contienda, que fue retirada por la Censura. Desde entonces su carrera alterna la literatura, el periodismo y, relativamente tarde, también el cine. Colabora en guiones de varias películas de Pedro Lazaga y Rafael Gil. En 1966 adapta su propia novela, Los ojos perdidos, en su única incursión en la dirección cinematográfica.

Abril de 1937. Margarita Sanz (Dianik Zurakowska) recibe en el teatro Victoria Eugenia carta de Luis (Jesús Aristu) en la que explica cómo se conocieron a su llegada s San Sebastián. Su primera visita es a la iglesia, donde le pide a Dios por todos los combatientes muertos bajo cualquier bandera -"salvo por los de las Brigadas Internacionales"- y que aleje de él las tentaciones de la bebida y la carne. Pero se ve que Dios no le hace mucho caso, porque en el banco contiguo está la bellísima Margarita y Luis no puede apartar los ojos de ella. A la voz en off omnipresente al principio del relato -en un estilo impostadamente literario, para más inri-, se superpone una conversación tras el encuentro con Pablo (Manuel Tejada) que adquiere el carácter de un doble monólogo en el que éste canta las excelencias del "Sansestabién" de la retaguardia y Luis cuenta sus antecedentes. O sea, que la guerra fratricida es para él un conflicto paterno filial, pues su padre es comandante en el ejército leal al gobierno de la República, de ahí su invocación en la iglesia. La madre de Luis reza por los dos, dejando claramente establecido el valor conciliador del catolicismo en la contienda.

El resto del metraje cuenta el reencuentro de Luis y Margarita, el cortejo a lo largo de las escasas horas que quedan hasta su partida para el frente y la actuación de un Mercurio dedicado a limpiabotas (Manolo Zarzo). No por eso cesan los diálogos henchidos de un lirismo a ratos cuartelero que García Serrano acompaña alguna vez con una imagen esforzadamente poética, como la de la pareja bailando a solas bajo una sombrilla en Igueldo.