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Un hombre colabora con una mujer a sacar adelante sus tierras. Pero ella está sola porque su marido mató a otro hombre que se atrevió a mirarla. Ahora, el marido está a punto de regresar.
Condenados (Manuel Mur Oti, 1953)
Como Un hombre va por el camino, también Condenados arranca con una mujer sola que labra el campo y con un hombre que llega.
Sin embargo, aquí el cansancio de Aurora Bautista resulta más real, menos impostado, que el de Ana Mariscal. El largo tramo sin palabras que discurre desde que la mujer abandona la faena cotidiana hasta que caer llorando en su cama hace físico el agotamiento. También el personaje de José Suárez resulta menos literario que el interpretado por Fernando Nogueras en Un hombre va por el camino. No hay simbolismo alguno en este hombre que llega a una alquería manchega y sabe cómo aliviar la herida en el casco de una caballería y apreciar una buena escopeta. El diálogo sobre la ausencia de un hombre en la casa remite indudablemente al western:
–Hay tres cosas que un hombre que lo sea no abandona jamás: el caballo, la escopeta y la mujer –dice José Suárez como podría haberlo dicho John Wayne.
No menciona la tierra, porque la tierra es la mujer, cuya aridez Juan (Suárez) desflora con el arado y cuya cosecha es el fruto del deseo sublimado que siente por Aurelia (Bautista). El diálogo hace explícito ante el molino el pacto que obliga a ambos a frustrar su pasión. Pero “El Condenado” (Carlos Lemos) regresa a su casa por un indulto y el drama de los celos se precipita. La película se recluye entonces en interiores y sólo regresa a los exteriores para los dos enfrentamientos entre los hombres: un duelo de habilidad y resistencia con los arados y el postrero, a navaja, según la tradición hispana con la mujer prematuramente enlutada y asumiendo su condición de heroína trágica.
Una pega: la introducción de piezas de Beethoven en la banda sonora se nos antoja hoy un capricho fuera de lugar, más propio de las estrecheces del ceneísmo amateur que de una producción industrial.