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Patio andaluz (Jorge Griñán, 1950)
Es imposible desentrañar si Patio andaluz era un argumento mínimo al que se le añadieron números musicales y escenas ambientales o si era un hilván de canciones de Quintero, León y Quiroga con vistas de la Semana Santa y la Feria de Abril a las que se quiso dar continuidad con una excusa dramática. En cualquiera de los dos casos, ambos registros nunca terminan de empastar y la hora y cuarto de metraje se hace eterna. Tampoco ayuda el que Ana Mariscal tenga que interpretar a Alegría, una mocita andaluza que lo mismo canta una saeta a la Virgen que te enjareta una copla en unos playbacks de ajuste insoluble.
La cuestión tiene una motivación económica, claro. La película se hizo sin apenas dinero, con el coproductor Arturo Marcos ejerciendo de operador de segunda unidad con una cámara de cuerda, reciclando planos de otras películas -la cogida del torero procede de La fiesta sigue (Enrique Gómez, 1948)-, con la familia Ozores al completo y ocho temas de Quintero, León y Quiroga del repertorio de Concha Piquer comprados al peso que había que embutir en la película como fuera.
El corazón de la española que, cuando besa, besa de verdad, ha quedado prendado de las zalamerías del célebre matador José Reyes (Rafael Albaicín), pero resulta que ella estaba ya comprometida con el mejor amigo de éste, el marqués de Barbadillo (Rafael Luis Calvo) y como el torero tiene que liquidar aún su relación con la temperamental bailaora Mary Paz (María Luz Galicia), el aristócrata decide abrirle los ojos a su exnovia. Como en las comedias del Siglo de Oro, una segunda pareja replica en clave cómica los amores de los protagonistas; son Rocío (Laura Valenzuela) y Curriyo (José Luis Ozores), el supersticioso mozo del estoques de José Reyes.