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La hija del modesto empredario de una compañía de arte lírico viaja a Argentina, donde por un equívoco, ha de hacerse pasar por una famosa estrella de las variedades.
GÉNERO: Música
Mi último tango (Luis César Amadori, 1960)
Mi último tango supone un quiebro en la línea que Sara Montiel ha emprendido tras El último cuplé (Juan de Orduña, 1957). Tanto La violetera (Luis César Amadori, 1958) como Carmen, la de Ronda (Tulio Demicheli, 1959) siguen la estela de los amores desgraciados de la estrella, mediante el que las leyes del melodrama quieren que purgue su éxito artístico. La nómina de amantes queda en esta ocasión reducida a uno solo: Darío Ledesma (Maurice Ronet), un vividor que se encuentra con una Marta (Sara Montiel) forzadamente adolescentizada en una estación de tren desde la que la modesta compañía lírica de su paddre (Rafael Bardem) pretende alcanzar el siguiente pueblo en el que esperan actuar con mejor fortuna que en éste. Marta, que sueña con el éxito como cantante, se ve obligada a dejar la compañía. La acompaña su excéntrica tía (Isabel Garcés). Ambas se emplean con Luisa Marival (Laura Granados), una afónica estrella de variedades que tiene un contrato en Argentina. Pero, una vez en el transatlántico, la diva no se presenta y Marta es confundida con la Miraval. Acuciadas por el hambre, ella y su tía se hacen pasar por la estrella y su secretaria. Para colmo, cuando llegan a Buenos Aires, el empresario del teatro resulta ser Darío.
Lo que viene a partir de este momento es un entreverado de canciones con escenas de impostado dramatismo e interludios cómicos por cuenta, sobre todo, de Isabel Garcés. Los cameos reales o imaginarios también encuentran su sitio en la trama: desde un anacrónico y episódico Carlos Gardel (Milo Quesada) hasta la mínima intervencióndel bailarín Alfredo Alaria para hacer de pareja de baile de la protagonista en un tango. Pero lo fundamental de esta cinta producida por Benito Perojo y Cesáreo González, ambos con intereses en Argentina, es su carácter transnacional. El repertorio es un popurri de temas musicales en el que los tangos ocupan el lugar que el cuplé tenía en la película matriz, pero sin la coherencia de aquella. Cabe aquí desde un cuplé hasta una canción interpretada por un coro de emigrantes gallegos en los que la voz de Sara Montiel quiere poner la nota nostálgica de los que dejan atrás su tierra. Por otra parte, los arreglos de García Segura permiten adaptar la canción porteña a los gustos musicales de hogaño. En la última escena, gracias a los poderes telepáticos de los amantes, la película permite a Sara Montiel "reprisar" en formato reducido todos los temas musicales que ha interpretado a lo largo de la misma en una operación de mercadotecnia y sinergia intermedial que tampoco volveremos a encontrarnos en la filmografía de la manchega.
El amor interclasista, que constutuye el motor de la filmografía de la diva en esta etapa de su filmografía, deja así espacio al amor materno-filial y de ahí que las tres escenas en las que aparece la hija sean las de mayor calado melodramático, mucho más que el romance repetidamente contrariado de la mujer. Su deseo de mostrar al abogado el suburbio del que salió —justificación de su anhelo de ascenso social aún a costa de la prostitución– tiene su clímax en el descubrimiento de la hija secreta, igual que su deseo de retomar la relación con su amante quede opacada por la anagnósrisis aristotélica que le hace tomar por fin el único camino de redención. En la escena final, el hábito sólo deja al descubierto su rostro, surcado por una lágrima. Al fondo, en la vidriera de la iglesia, la Sagrada Familia, la institución nacionalcatólica a la que ella ha debido renunciar para redimir su “pecado de amor”.