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El Enmascarado de Plata se enfrenta a un científico chiflado que precisa de cadáveres de mujeres jóvenes para sus experimentos.
GÉNERO: Acción,Terror
Profanadores de tumbas (José Díaz Morales, 1965)
El doctor Toicher (Mario Orea) pretende ser un nuevo Frankenstein. Gracias a unos aparatos con lucecitas parpadeantes aspira a resucitar a los muertos. Para ello necesita cadáveres jóvenes y así es como cada tantas noches se dirige al cementrio local escoltado por sus sicarios —uno de ellos es el imprescindible Fernando Osés) y otro un jorobado respondón (Jesús Camacho)— y se dedica a profanar las tumbas. Poco tardarán en llegar a la conclusión de que estos cadáveres de segunda mano valen para bien poco y que es mejor hacérselos uno mismo, como Burke y Hare. Si hubieran leído antes El ladrón de cadáveres, de Robert Louis Stevenson, como bien se ve que han hecho los guionistas, se habrá ahorrado algunos disgustos. Entre ellos no es el menor que el jorobado decida actuar por su cuenta para estirparle la tiroides al Enmascarado de Plata y volver así a ser “un ser normal”. La añagaza que utiliza consiste en enviarle una lámpara en cuya pantalla hay dibujado un corazón que mana auténtica sangre humana y que emite una freuencia sonora capaz de hacer enloquecer a cualquiera… salvo a Santo, claro. Le enumeración de sus diabólicos inventos por parte de Toicher —la lámpara que hace perder la razón, las cuerdas de violín infernales, las pinturas sangrientas y la peluca estranguladora— nos pone los dientes más largos que al barón Brákola. Todos tendrán su papel en el desarrollo de una trama que alterna los combates de lucha con las actuaciones musicales de Marta (Gina Romand), la novia de un futbolista (Jorge Peral) amigo de Santo cuyos corazones el doctor Toicher considera idóneos para sus experimentos. El comisario Mendoza (“Bigotón” Castro) está a verlas venir, así que no hay otro remedio que, entre combate y combate, Santo se haga cargo de la resolución del asunto con la colaboración de Interpol, porque el luchador tiene una emisora en su dormitorio gracias a la que se comunica con su homólogo parisino: son los agente JX y PJX respectivamente.
El enterramiento vivo del Enmascarado de Plata que ya ha dado lugar a una de las mejores escenas de El espectro del estrangulador (René Cardona, 1963) se recicla con peor resultado en esta cinta. En cambio, el laboratorio subterráneo del doctor Toicher está escondido en una fábrica, lo que proporciona al compaginador la ocasión de realizar un breve montaje próximo al cine industrial con cubas de líquidos burbujeantes y ruedas de transmisión. Además, el delirio provocado por la lámpara asesina está organizado a partir de una serie de zooms en el más acendrado estilo lazaroviano, recurso que Díaz Morales repite al principio de El barón Brákola (José Díaz Morales, 1965) para crear la atmósfera siniestra en la que tendrá lugar la presentación del vampiro.