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Un joven anarquista huye de Barcelona y se refugia en una casa solariega en la que vive un anciano terrateniente ciego y su esposa, joven e insatisfecha.
GÉNERO: Drama
El amor de los amores (Juan de Orduña, 1961)
La quema de iglesias asocia la visión que de la Semana Trágica de Barcelona ofrece Orduña en el prólogo de la película a la versión oficial de los vencedores sobre las causas de la Guerra Civil, de modo que, aunque la acción se sitúe en junio de 1909, muchos espectadores podían haber vivido acontecimientos análogos no hace tanto tiempo. Ítem más, la dramatización de estos hechos hace responsable de encender la mecha de la rebelión popular a Francisco Ferrer Guardia, dando por buena la argumentación que le costó la vida y de la que no había pruebas. Tampoco le importa mucho a Orduña. Como en Porque te vi llorar (1941), lo único que necesita es un contexto histórico propicio para prender la mecha del melodrama.
Felipe (Jorge Mistral) se siente engañado por los líderes que le han empujado a disparar contra Cristo crucificado en una iglesia y emprende un camino de redención que le conduce desde la Cataluña pecadora a la recia Castilla, donde se encuentra la casa de su padre. Éste (Fernando Soler) le perdona y le lleva ante el amo, don Fernando (Arturo de Córdova), un hacendado que ha quedado ciego debido a un fuerte impacto emocional. Por eso se ha recluído en el campo, en cuya paz encuentra las satisfacciones a sus gustos sencillos y a su profundo sentimiento religioso. No por ello olvida a su mujer, la joven Juan (Emma Penella), deseosa de volver a disfrutar de los espectáculos capitalinos y de la vida social. Don Fernando confía a Felipe sus asuntos, éste defiende una noche a la señora del comentario ofensivo de unos jornaleros y, desde entonces, la animadversión que ella sentía por él, se convierte en pasión irrefrenable. Todo, ante las narices del marido, que no puede verles.
Porque la esencia de este melodrama que conjuga clasismo, religión y paternidad, reside en la vista como metáfora y en la mirada como recurso. En su primer encuentro con don Fernando, cuando Felipe explica que al pasar de la teoría a la acción sintió “como su rostro se salpicaba de sangre”, una panorámica nos lleva a su cara reflejada en el espejo del despacho al tiempo que Juana irrumpe en la estancia. De este modo se cruzan por primera vez sus miradas, en un subrayado de la doblez que va a presidir su relación. Poco después ella le hace su primer reproche: le disgusta el modo en que la mira. “Ningún criado de la hacienda –asegura- se atrevería a mirarme con tanta impertinencia”.
En una velada en casa de ella el cruce de sus miradas resulta tan incendiario que despierta a don Fernando de su sueño, aterido por un escalofrío Y para consumar el adulterio, en el molino, él apaga la luz: hay cosas que incumben al mundo de las tinieblas.
El nacimiento del hijo que cree suyo y la invocación de un milagro ante otro crucificado, como el que fusiló Felipe, provoca el trauma que le hace recuperar la vista a don Fernando en una de las escenas culminantes de la película, que tendrá su réplica en el clímax, cuando el gran piadoso, tras recibir los dardos del destino, se convierta en gran blasfemo. Clama entonces: “¡Qué espantoso vacío! ¿Adónde podré dirigir mi mirada? Señor, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué devolviste la luz a mis ojos? ¿Por qué rompiste aquel piadoso velo que todo lo ocultaba?”.