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El episodio de Berlanga es una adaptación de la fábula La muerte y el leñador, de La Fontaine. Un organillero intenta recuperar el manubrio del instrumento con el que se gana la vida y que le ha sido requisado por un guardia.
GÉNERO: Comedia
Las cuatro verdades (Luis G. Berlanga, 1963) - episodio: “La muerte y el leñador”
“Antes padecer que morir” es la moraleja de la fábula de La Fontaine que adaptan Azcona y Berlanga del episodio que les toca en suerte de la película colectiva Las cuatro verdades. Es la cosa que un leñador con muchos años y muchas fatigas a cuestas se da por vencido, deja caer el haz de leña y llama a la muerte. Pero cuando ésta se presenta ante él y le pregunta para qué la ha llamado, el viejo leñador le contesta que para que le ayude a recoger la leña caída.
Berlanga y Azcona ambientan la historia en un Madrid contemporáneo y estival, con piscinas populares, terrazas en la Gran Vía y fiestas feriadas…
Un organillero (Hardy Kruger), que como ciudadano está en regla pero como industrial es un auténtico desastre, ve impotente cómo un guardia (Xan das Bolas) le requisa el manubrio del instrumento con el que segaña la vida tocando para los veraneantes. Todos los intentos de recuperarlo en la oficina de requisas resultan infructuosos. El funcionario (Agustín González) le afea además su conducta:
-¿Usted qué es lo que quiere? ¿Vivir sin leyes? ¿Vivir sin ordenanzas? ¿Sin una tutela? Vamos a ver: ¿qué haría usted sin una tutela?
Y el ingenuo organillero replica que haría lo de siempre… tocar el organillo.
Pero como no tiene dinero para pagar las multas acumuladas, no tiene más remedio que buscárselo por otros medios. Empuja así a la delincuencia a su amigo Casto (Manuel Alexandre), carterista profesional que intentaba rehabilitarse. Y como el golpe no dé el resultado apetecido porque el ladrón reincidente ha preferido birlar unos binoculares mucho más rentables que un manubrio, el organillero intentará con seguir la manivela robándolo de un camión de bomberos de un tiovivo.
El dueño (Ángel Álvarez) se da cuenta de la maniobra y alerta a otros feriantes que, para escarmentarlo, le meten la cabeza en un agujero del pim-pam-pum España donde dos matrimonios burgueses algo bebidos tiran “al negro y al barbas”. El del tiro (Félix Fernández) se enfada con sus colegas:
-Quitadme a este hombre de aquí. ¡Para un día que tengo buena clientela…!
Recuperada la manivela, le falla el burro que se orina en la piscina pública a la que ha ido a trabajar. Tras sacrificarlo y sucumbir a la carga del organillo, decide suicidarse, ahorcándose en un poste de la luz. Es entonces cuando llega la muerte… O uno de sus empleados: el conductor de una carroza fúnebre. El final, ya lo conocen ustedes porque es el mismo de la fábula, al que Azcona y Berlanga colocan un estrambote en forma de pareja de policía… como en El cochecito.
Si en la primera parte de la historia –la dedicada a relatar la consecución de un manubrio- el registro es de un costumbrismo acre y montaraz, al que ya nos tienen acostumbrados director y guionista- en la segunda –la del burro- empiezan a multiplicarse los elementos surreales. En la piscina aparece un hombre-rana con su fusil subacuático y todo, preocupado por las infecciones que pueda propagar el burro en un recinto lleno de críos. El sacrificio del animal en el matadero es automático, como en una película de dibujos animados: entra vivo por una puerta y sale abierto en canal por la otra… Es como si nos estuviéramos preparando para la aparición del insólito carruaje en medio de un paisaje desolado, en el que para poder ahorcarse, el organillero tiene que subirse a un poste eléctrico.
Darle a Hardy Kruger un papel que se nota pensado para José Luis López Vázquez es un error que ni siquiera se puede disculpar por las obligaciones de la coproducción. Tampoco es el mejor guión de la pareja, pues son demasiadas las tensiones internas que anidan en él para un desarrollo tan breve. Es más, es evidente que la moraleja de La Fontaine se la refanfinfla… Y, sin embargo, Berlanga y Azcona arremeten contra el poder instituido en todas sus formas, pero sobre todo contra sus representantes más directos: guardias de tráfico, funcionarios, monjitas y hasta el bañero de la piscina pública… Lo verbaliza uno (Jesús Guzmán) al que mandan a ver si está ya el manubrio:
-¡Aquí, en cuanto a uno le dan un uniforme…!
O sea, que a pesar de los citados desaciertos, a los cincuenta años de su estreno, “La muerte y el leñador” sigue siendo un retrato tal fiel como entonces de una España atávica que se niega a desaparecer.
Circo Méliès