pM (1961)

Por Santiago Aguilar - De qué va ... - 11/06/2017

pM (Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, 1961)

Esta peliculita de catorce minutos, concebida para el programa televisivo Lunes de Revolución por dos cineastas que no habían cumplido los veinte años y que pretendieron que su obra se proyectara en un cine supone un punto de inflexión en el cine cubano. El enfrentamiento de los miembros de Lunes de la Revolución con Alfredo Guevara, que estaba ganando puestos como responsable absoluto de la estatalización de la producción cinematográfica a través del ICAIC. El resultado fue una reunión del mismísimo Fidel Castro con los creadores cubanos, en la que, parafraseando a Mussolini, declaró: “Dentro de la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada”.

Mucho se ha escrito desde entonces de esta película prohibida. En un primer momento lo hizo Néstor Almendros, esclareciendo su entronque con el Free Cinema británico. En efecto, pM en un Momma Don't Allow (Karel Reisz y Tony Richardson, 1956) habanero, una mirada inquisitiva a la humanidad que se reúne en los lugares de diversión nocturna. Para mejor aproximarse a esa parte de la humanidad, se prescinde de trípodes, de iluminación y de una toma de sonido cuidadosa, pero la imagen y la banda sonora comparten una crudeza absolutamente coherente con la vida que muestran. No hay ningún juicio de valor. Y puede que eso fuera lo que molestara precisamente a los censores. Cuatro viñetas musicales en cuatro antros nocturnos. La llegada y la partida de una lancha al muelle sirven de preámbulo y cierre a la cinta, otorgándole una mínima simetría que actúa como simulacro de estructura dramática. No la hay, claro. La vida carece de ella. Y lo que muestra pM es la vida en bruto. Como esa mujer que bebe un trago, parece herida como de un rayo y, de repente, rompe a bailar. Como ese magnífico momento de suspense que deja chico al inmenso Hitchcock, en el que el borracho en trance y la negra ebria bailan con un vaso de cerveza que en seguida intuimos que no llegará lleno al final de la rumba. El modo en que la cámara sigue las manos con el vaso mientras los músicos siguen tocando y la pareja continúa mecida por el baile, concitan una de esas epifanías que son la esencia del cine directo.