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La sirena negra (Carlos Serrano de Osma, 1947)
Gaspar de Montenegro (Fernando Fernán-Gómez) viaja de las tinieblas a la luz. Su carácter melancólico le hace desear la muerte, tanto, que la mismísima parca tomará forma humana ante él. Callejones oscuros de vicio y mala vida, estancias penumbrosas de enfermedad, panteones en la anubarronada Galicia... Tales son los escenarios por los que deambula Gaspar de Montenegro.
Un día, en la consulta del médico (Ramón Martori), que le atiende de un mal acaso imaginario, conoce a Rita (Graciela Crespo), una mujer aquejada por una enfermedad mortal y madre soltera de una niña (Ketty Clavijo). A la muerte de Rita, Gaspar se hace cargo de Ketty y contrata a una institutriz para que la eduque. Miss Annie (Isabel de Pomés) es pronto objeto de las atenciones de Solís (José María Lado), un bohemio al que Gaspar coloca en su casa como preceptor de Ketty. El cuarteto se traslada al pazo gallego de los Montenegro, en cuyo panteón familiar Gaspar hace enterrar a Rita. La llegada de la hermana y la eterna prometida del hidalgo (María Asquerino) desequilibra la inestable situación y la tragedia se instala definitivamente en la vida de Gaspar de Montenegro.
Contra todo pronóstico, este final trágico es el antídoto contra su morbo necrófilo, de modo que el ascenso hasta una luminosa ermita blanca en lo alto de un risco servirá de metáfora al rechazo de las tinieblas de la muerte -esa seductora sirena negra- que hasta ese momento ha sido su vida.
Serrano de Osma realiza una obra wellesiana -visualmente próxima por momentos a The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento, 1942)- a la que sólo se le puede reprochar cierta tendencia al subrayado en algunas escenas en las que interviene el personaje de Solís y la literalidad de la voz en off, sobre la que recae todo el peso del mensaje moralizante.