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El marqués de Salamanca (1948)

Por Santiago Aguilar - De qué va ... - 03/08/2010

El marqués de Salamanca (Edgar Neville, 1948)

La película nace de un guión literario de Tomás Borrás. Neville se incorpora al proyecto en marcha como profesional solvente... y hombre de buen gusto, claro. Gómez Tello, crítico de la revista oficial Primer Plano, tentado una vez más a mirarse en el espejo transatlántico, compara la película con Union Pacific/Unión Pacífico (Cecil B. DeMille, 1939) y encuentra mucho más matizados los valores ambientales que en la epopeya estadounidense. Salvo el incidente del pionerismo ferroviario, uno se ve obligado a señalar que pocos elementos puede haber de comparación entre el tendido del ferrocarril Madrid-Aranjuez para recreo de la reina y su corte y la unión ferroviaria de las dos costas norteamericanas. Se centra luego el crítico en la figura de Salamanca –“audaz, brillante, afortunado con las mujeres, generoso: un español superior en el chato panorama de aquella España”- a quien juzga más por el argumento literario de Borrás que por el retrato que de él trazan en comandita Neville y el actor Alfredo Mayo.

Desde su regreso de Italia, estaba Neville buscando una figura histórica que pudiera acercarse a sus intereses. No encontró financiación para su duquesa de Alba, transfigurada en maja con los rasgos de Conchita Montes. Anduvo rondando luego la figura del último Duque de Osuna, según la efigie barrocamente trazada por su amigo Antonio Marichalar. Espléndido despilfarrador, embajador de España en la corte de los zares en San Petersburgo, el de Osuna organiza una cena y, al finalizar, arroja toda la vajilla de oro al fondo del Neva, para que nadie vuelva a usar aquellos platos en los que ha comido el emperador de todas las Rusias. El derroche de José de Salamanca no le va a la zaga y en ello incide la publicidad de la película al anunciar en grandes titulares: “¡El hombre que gastó lo que no tenía! ¡El hombre que gastó lo que era imposible gastar! ¡Una película fastuosa de un personaje derrochador!”. Con la diferencia de que, en tanto el Duque de Osuna era quince veces Grande de España, Salamanca llega a Madrid con lo puesto y una modesta acta de diputado que, en connivencia con Narváez, produce sus buenos dividendos. Cuando le preguntan si es liberal o conservador, contesta que está deseando ser lo segundo... “en cuanto tenga algo que conservar”. La honestidad de los procedimientos empleados para lograr este fin es más que dudosa. Hoy se llama información privilegiada, prevaricación... Entonces no sé. Lo que admira a Neville -y probablemente a Borrás- es la capacidad del personaje para crear a capricho: una fortuna, un teatro digno de tal cantante, el ferrocarril... No olvidemos que el padre de Neville era un ingeniero inglés que vino a España para construirlo; el título condal provenía de la rama materna. El semanario Dígame organiza el viaje. Entre los figurantes de lujo se encuentran la crítica cinematográfica de la revista, Graciella, el crítico teatral Alfredo Marqueríe, Adriano del Valle, la actriz Mary Delgado, el historiador cinematográfico Gómez Mesa, el humorista Ricardo García “K-Hito”, el cantante Pedro Terol y el ineludible Perico Chicote. Para el rodaje de esta escena se tiende un tramo de vía férrea que llega desde la estación de Aranjuez hasta el mismo palacio.

Neville hace suya la secuencia que cierra la película de un modo sutil, sin traicionar el esquema biográfico de Borrás, pero suavizándolo con ambigüedad romántica. Llega la mujer del banquero Buschental (Conchita Montes) a la quinta y le entrega al mayordomo el recibo de la hipoteca de la casa. Luego se desarrolla la escena tal como la concibiera el argumentista, la dramatización de la famosa frase del malagueño, casi un epitafio: “Mi peor negocio.... mi vida”. Una onza de oro trajo de Málaga en su juventud y eso es lo que le queda. El resto es su obra. No tiene nada pero su nombre no se olvidará. Neville, sin embargo, no se conforma sólo con esto e introduce un estrambote irónico. La pareja de ancianos habla de su relación, cuando el mayordomo anuncia la llegada de los ingenieros. Salamanca confiesa a María sus nuevos proyectos. Ella suspira: “¿Cada vez que vas a hablarme de amor, llegan los ingenieros”.

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